viernes, 20 de junio de 2014

Las tribus desconocidas del Valle del río Omo.







Al oeste del cuerno de África, protegida por las dramáticas montañas de Abisinia, las impenetrables tierras pantanosas del Nilo y el indómito valle del río Omo, hay un mundo perdido con las tribus más primitivas del continente negro: los Anuak, los Karo, los Bumi, los Surma, los Mursi...


 


Aguas arriba, una decena de kilómetros al norte de Turmi y en la margen izquierda del río, se asienta la tribu de los Surma, famosa por los discos de arcilla con el que las mujeres se adornan su labio inferior. Cuando una mujer Surma va a contraer matrimonio, la dote que consiga su familia dependerá en buena parte del tamaño del disco que porte.

 

El Valle bajo del Omo, en Etiopía, fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1980 por la multitud e importancia de yacimientos paleontológicos que se da en esa zona. Allí fue donde se encontraron los restos fosilizados de Hombres de Kibish, los Homo Sapiens más antiguos hasta la fecha.

 

Curiosamente, en este lugar que vio nacer a nuestros más viejos antepasados, viven en la actualidad tribus que parecen haberse quedado en la prehistoria. Por supuesto el contacto con la civilización les ha hecho aprender de la modernidad a marchas forzadas, pero siguen manteniendo costumbres y formas de vida ancladas en el pasado.


Sin duda un viaje al Valle del Omo es un cúmulo de experiencias visuales dado el colorido de los maquillajes, los estrambóticos tocados, los platos que les deforman la boca y la indiferencia con la que viven con algo sumamente asombroso, pero que no deja de ser cotidiano para ellos.


Por supuesto, no todo es tan bonito. Esta zona, igual que toda Etiopía, está sumida en la pobreza, además de en conflictos entre tribus. Es habitual ver por estos parajes hombres con armas de fuego, según ellos mismos para proteger sus territorios y sus ganado.

 

También es común que las visitas turísticas a los poblados se conviertan en un mero intercambio comercial de fotografías por dinero, o que algunos, como los temibles Mursi se tornen en inflexibles negociadores de unos minutos de su vida. Tienen éstos una mala (y muchos dicen que merecida) fama de ser toscos, poco simpáticos y amenazadores, además de no tener el menor reparo en adueñarse de lo ajeno.


 

Son esos mismos Mursi que, por otra parte, fascinan al viajero con sus adornos y tocados de extraños materiales y con los platos de cerámica que les deforman los labios y los lóbulos de las orejas hasta límites insospechados.

 

Estas tribus, en ocasiones tan violentas y primitivas tienen curiosamente un marcado sentido de la estética, ya que muestran las increibles decoraciones corporales hechas tan solo con pinturas naturales y sus propias manos. En muchas de estás imágenes acompañan sus maquillajes con adornos y tocados fabricados con todo tipo de materiales. Todo un ejemplo de arte sin más medios que los que ofrece la naturaleza.

 

El escenario parece ser que fue un antiguo desfiladero volcánico, con laderas erosionadas, con grandes sedimentos rocosos y barros pigmentosos, en los que abundan el ocre, el caolín, el cobre oxidado, con sus tonos de verde y cenizas con todo un continuum de colores, del negro azabache al más diáfano blanco, con toda una gama de amarillos y de tonos grisáceos, que se convierten, en las manos de los habitantes de esas orillas, en toda una acuarela de colores, con las que embellecen sus cuerpos y así honran a la naturaleza.

 

“Dibujan con las manos abiertas, con sus uñas, a veces con un palito de madera ó ayudados por unas hojas y unas palmas. Sus gestos para pintar son rápidos, espontáneos y va más allá de la infancia y de lo que buscan los maestros de la pintura contemporánea.

 

Se nota que en esta población hay un amor a su cuerpo, a sus desnudeces adornadas. La relación es seducir a través del color.
Sus dedos se hunden  en la tierra y a los minutos el milagro : un pubis pintado, un pene coloreado o una cara haciendo el milagro de traducir la naturaleza y su entorno en sus cuerpos.


El escenario parece ser que fue un antiguo desfiladero volcánico, con laderas erosionadas, con grandes sedimentos rocosos y barros pigmentosos, en los que abundan el ocre, el caolín, el cobre oxidado, con sus tonos de verde y cenizas con todo un continuum de colores, del negro azabache al más diáfano blanco, con toda una gama de amarillos y de tonos grisáceos, que se convierten, en las manos de los habitantes de esas orillas, en toda una acuarela de colores, con las que embellecen sus cuerpos y así honran a la naturaleza, en un alegre cuidado de sí, cosa que bien deberíamos aprenderles los occidentales.

 

Pensar que los seres humanos, soñamos con conquistar otros planetas.Gastamos millones de dólares invirtiendo en hipotéticos viajes al espacio.Las grandes potencias yá se estan disputando terrenos en Marte o en la Luna,y aquí en la tierra quedan, entre otras cosas, culturas y pueblos desconocidos para la mayoria de los habitantes de este mundo.
Costumbres y tradiciones que superan en grande a la imaginación del más brillante escritor.

 

 Nota: Estas hermosas imagenes, pertenecen al fotógrafo Sylvester Hans, quien estuvo conviviendo con estas tribus en Africa durante unos cuantos años, estudiando costumbres y tradiciones de estos pueblos.












                                      

Sadako: Una plegaria por la paz del mundo

               
                
Sadako Sasaki  había nacido el 7 de enero de 1943 en la ciudad de Hiroshima. Solo tenía dos años cuando Estados Unidos lanzó la bomba atómica sobre esta ciudad, el 6 de agosto de 1945. En el momento de la explosión ella se encontraba en su casa, aproximadamente a un kilómetro y medio del punto cero de la terrible deflagración, que solo en los primeros instantes mató a más de 120.000 personas de las 450.000 que vivían en esta ciudad, a lo que hubo que añadir miles de muertos más en los meses y años posteriores víctimas de la radicación nuclear. Fue el mayor crímen de guerra de la historia y sus autores, empezando por el presidente Harry Truman, quedaron impunes.
Nueve años después, Sadako era una niña fuerte, atlética y con mucha energía. Mientras corría una carrera, empezó a sentirse mal y cayó al suelo. Le fue diagnosticada leucemia, conocida como «enfermedad de la bomba A».



Su mejor amiga, Chizuko Hamamoto, le recordó una vieja tradición sobre alguien que realizó mil grullas en forma de figuras de papel (origami) y gracias a ello los dioses le concedieron un deseo. Con sus propias manos, Chizuko le regaló la primera grulla que realizó en papel dorado y le dijo: «Aquí tienes tu primera grulla». Sadako tenía la esperanza de que los dioses le concedieran el deseo de volver a correr de nuevo. Al poco tiempo de empezar su tarea conoció a un niño que le quedaba muy poco tiempo de vida por la misma causa, la leucemia, le animó a que hiciera lo mismo que ella con las grullas pero el niño respondió: «Sé que moriré esta noche».
Sadako pensó que no sería justo pedir la curación sólo para ella, y pidió que el esfuerzo que iba a hacer sirviera para traer la paz y la curación a todas las víctimas del mundo.




Con el papel de los botes medicinales y otros que iba encontrando llegó a completar 644 grullas de papel. El avance de la enfermedad impidió que acabase de realizar la tarea, muriendo el 25 de octubre de 1955 (a los 12 años de edad) tras 14 meses de ingreso en el hospital. Sus compañeros de escuela, después de su fallecimiento, llegaron a completar el número, aportando las grullas que faltaron por hacer hasta 1.000.




Los compañeros de escuela y amistades pensaron dedicarle un monumento donde se representaría a Sadako sosteniendo una grulla dorada en su mano, también dedicada a todos los niños que murieron a causa de las dos bombas atómicas.





Y por fin, en el Parque de la Paz de Hiroshima fue construida la estatua dedicada a Sadako en 1958, en la base está escrito «Este es nuestro grito, esta es nuestra plegaria: paz en el mundo». La historia fue tan impactante que trascendió los límites de Japón, convirtiéndose en un referente mundial de los movimientos pacifistas.